Ella era terriblemente impulsiva, y es que era terrible. Tenía una fuerza animal que descansaba dormida la mayor parte del tiempo, una parte oscura que destrozaba todo a su paso por la ciudad. Una especie de lobo quizá, o un caballo desbocado, o tal vez un león de la sabana; una parte agresiva por naturaleza que también le obligaba a alejarse a veces para no hacer daño a su manada.
Pocas cosas había que pudieran despertar a la bestia; respiraba lento un millón de veces, no hacía montañas de granos de arena. La paciencia siempre fue dominante en su genética. Se envolvía las garras con papel de burbujas para evitar arañar lo que más quería, echaba a correr hacia un bosque lejano justo antes de explotar. Se ocultaba en un agujero profundo y frío donde nadie pudiera encontrarla, donde no pudiera destruir los cimientos de ninguna casa debidamente construida, de ningún corazón meramente intacto.
Pero también sabía nadar a contracorriente, trepar al árbol más alto, escalar una cima escarchada de preguntas y resolverlas todas sin titubear. Siempre sincera.
Era capaz de asumir los errores, de tragar la derrota; pero también de lanzar al vacío sus miedos, de perseguir a los monstruos que le robaban el sueño; de apostarlo todo al negro, de rastrear un guiño, de aferrarse a un rayo de luz entre las nubes, de morder por un pedazo de tierra firme en medio del terremoto. Siempre valiente.
Transparente como el cristal de roca, plagada de aristas punzantes, punzantes como la mirada que podría clavarte en el centro de tu cerebro. Quizá ella sea un pájaro de una nueva especie desconocida, con unas alas inmensas que ocultan el sol si emprende el vuelo; pero que al acariciarlas de la manera adecuada, quizá y solo quizá, se quede a dormir contigo.
Siempre desnuda de alma, siempre de alma salvaje.
Siempre desnuda de alma, siempre de alma salvaje.